Las fortificaciones del último tercio del siglo XIX son consecuencia de las innovaciones que la arquitectura militar se vio obligada a introducir para compensar un nuevo avance de la tecnología artillera: el rayado de las ánimas. Gracias a él las granadas adquirían al salir de la boca de fuego un movimiento rotatorio que mejoraba considerablemente su alcance y trayectoria.
La fortificación abaluartada dejó de ser eficiente y el concepto de plaza fuerte en sentido estricto tendió a desaparecer, siendo reemplazas en los sistemas defensivos por los denominados "campos atrincherados". El derribo de las murallas de San Sebastián en 1864 responde, en parte, a este proceso de obsolescencia y los abundantes fuertes construidos durante las guerras carlistas participaron ya de este concepto estratégico.
Los campos atrincherados pueden definirse como territorios en cuyas posiciones dominantes están establecidas fortificaciones permanentes (fuertes) capaces de flanquearse mutuamente (la distancia entre ellos será inferior al alcance de su artillería) y de apoyar a los efectivos militares que maniobran en sus inmediaciones. Por lo general tienen a su servicio un conjunto de instalaciones centralizadas: hospital militar, depósito general de municiones, cuarteles, parque de artillería, red de comunicaciones, etc.
Al general francés Raimond Seré de Riviéres (1815-1885) se debe en buena parte la difusión de este tipo de fortificación, pues entre 1875 y 1895 proyectó en Francia un complejo sistema defensivo formado por varios campos atrincherados (Verdún, Toul, Epinal, Belfort, etc.) a los que unió mediante fuertes intermedios, llegando a constituir una línea de fortificación continua formada por 166 fuertes y decenas de baterías. También es preciso citar al general Brialmont, creador hacia 1887 de un sistema de fortificación formado por 21 fuertes en torno a las ciudades belgas de Lieja y Namur.
En la segunda mitad del siglo XIX las autoridades militares trataron de impermeabilizar la frontera hispano-francesa, aunque la limitación de los medios económicos previstos no permitió que el objetivo se cumpliera totalmente. Aún así, llegaron a construirse, además de los fuertes del Campo atrincherado de Oiartzun, los de Alfonso XII en el monte de San Cristóbal (Pamplona), Rapitán (Jaca), Coll de Ladrones y batería de Sagueta (Canfranc), Santa Elena (Biescas) y San Julián de Ramis (Gerona).
Los blindajes que poseían estas fortificaciones quedaron rápidamente anticuados ante los nuevos progresos de la Artillería, entre los que destacan la aparición hacia 1885 de las denominadas granadas-torpedo, cuyo novedoso explosivo de gran potencia era capaz de estallar una vez que el proyectil había conseguido penetrar en los blindajes de las fortificaciones. A ello habría que unir el aumento de la velocidad de tiro de las piezas como consecuencia primero de la generalización de la carga por la culata (hasta entonces se cargaban por la boca) y, más tarde, de la aparición de los cañones de tiro rápido. Un nuevo aumento del alcance fue consecuencia del empleo de pólvoras sin humo para la impulsión de los proyectiles.
La mejora de los materiales se centró en la utilización del acero en sustitución del hierro y del bronce. Por otra parte la aviación militar entra en escena en 1911, haciendo todavía más vulnerable este tipo de fortificación.
La sustitución de las caponeras por cofres de contraescarpa, el empleo masivo de hormigón especial (h. 1895) y de hormigón armado (h. 1910), de las torretas giratorias y campanas metálicas (ya muy extendidas en Europa para 1900), la dispersión de las baterías (caso de los festen alemanes) y el soterramiento (línea Maginot, 1932-1944) fueron las soluciones aplicadas en la modernización y construcción de fortificaciones en otros países europeos que no tuvieron ya repercusión en las fortificaciones guipuzcoanas.