Gipuzkoa contó con dos plazas fuertes que participaron de la fortificación abaluartada: Hondarribia y Donostia-San Sebastián. La primera tuvo preeminencia sobre la segunda durante los siglos XVI y XVII como consecuencia de su situación fronteriza; la segunda cobró mayor importancia en el siglo XVIII. Getaria, su puerto y el monte de San Antón también estuvieron en el pensamiento de los ingenieros militares modernos, pero las actuaciones en ellos no fueron de gran envergadura.
El paso del tiempo había demostrado a los ingenieros militares que la duplicación del grosor de los muros era una medida insuficiente para evitar los efectos de los proyectiles de artillería. Por ello comenzaron a diseñar murallas cuyo espesor sobrepasaba los 15 metros.
La realización de una obra de tales características utilizando la piedra como principal componente generaba importantes inconvenientes técnicos y económicos, por lo que siguieron la estrategia de formar exteriormente un grueso muro de mampostería ordinaria (en ocasiones reforzado mediante contrafuertes) revestido exteriormente de piedra sillar. A esta parte pétrea se añadía interiormente una importante masa de tierra (terraplén) que finalizaba en una pendiente (declivio interior) o bien, si el espacio escaseaba, en un muro de contención.
Sobre la gruesa muralla así configurada se levantaba un parapeto de 5 ó 6 m de grueso y unos 2 m de altura que dejaba sobre aquélla espacio (adarve) suficiente para instalación de las piezas de artillería y la evolución de la tropa. La culminación de la muralla y el inicio del parapeto estaba marcado exteriormente por una moldura de perfil semicircular denominada cordón.
En el parapeto se abrían cañoneras de planta trapecial, con objeto de que las piezas de artillería, colocadas sobre explanadas, pudieran variar la dirección del disparo. Una banqueta pegada al parapeto era otro elemento frecuente.
Las torres de la muralla medieval fueron reemplazadas en las nuevas obras de fortificación por cubos o torres redondas de notable dimensión cuya altura no superaba a la de la muralla. Por regla general estaban preparados para acoger sobre ellos algunas piezas de artillería. Ejemplos de esta figura de fortificación fueron los cubos de Amézqueta y de los Hornos en San Sebastián, el cubo de Bamba en Hondarribia o los cubos del castillo de Gazteluzar en Irun. Tenían el inconveniente de generar espacios de flanqueo imposible, por lo que fueron prontamente sustituidos por baluartes. De ahí que la fortificación moderna reciba también el nombre de abaluartada.
El baluarte típico tiene forma pentagonal, siendo su altura inferior a la que posee la muralla en la que se inserta; de esta forma permitía el disparo por encima de él y ofrecía menor blanco a los disparos enemigos. Cada uno de los muros del baluarte que miran hacia la campaña (o exterior de la Plaza) se denomina cara y los perpendiculares a la muralla flancos. Desde estos últimos podía evitarse la aproximación del enemigo a la muralla, bien mediante disparos realizados desde el adarve, bien desde casamatas pegadas a los flancos en las que se abrían cañoneras. En ocasiones las caras se prolongaban ligeramente hacia la muralla, formando un orejón que protegía el flanco de los impactos de la artillería enemiga. El quinto lado, imbricado en la muralla, recibe el nombre de gola. Distribuidos los baluartes de forma inteligente permitían su flanqueo mutuo, evitando los ángulos muertos que caracterizaban a las torres o a los cubos.
Cuando los terraplenes de los baluartes eran muy gruesos llegaban a llenar totalmente su interior. Si esto no ocurría se formaba un espacio central vacío, ocupado por huertas, jardines, cuarteles, almacenes de pólvora, etc.
Las fortificaciones abaluartadas estaban rodeadas por un foso y por las denominadas fortificaciones exteriores. La misión de éstas era retardar el asalto final del recinto principal de la Plaza, de forma que cuando el enemigo estaba a punto de tomar una obra exterior, los defensores que la ocupaban se replegaban a una obra exterior más retrasada o, en último extremo, al recinto principal de la Plaza, lo que permitía demorar el asalto final y favorecer el agotamiento de las tropas sitiadoras.
Las fortificaciones exteriores tenían que cumplir una regla principal: si el enemigo llegara a tomarlas nunca posibilitarían el ataque desde ellas a las fortificaciones más retrasadas o a la muralla principal. Por ello no ofrecían nunca parapetos enfrentados hacia la plaza fuerte, quedando los enemigos siempre a merced de los fuegos de los defensores instalados en obras más retrasadas. Por el contrario, las obras exteriores disponían de comunicaciones mediante escaleras, rampas, caponeras, puentes, poternas, etc. con el resto de las obras de la fortificación, puesto que eran frecuentes rápidos movimientos de tropas en retroceso o avance.
Los elementos de fortificación exterior más usuales son: contraguardias, hornabeques, revellines, caminos cubiertos y glacis.
Las contraguardias están constituidas por dos lienzos de muralla antepuestos a las caras de un baluarte. Los hornabeques están formados por dos medios baluartes unidos por una cortina que extienden lienzos de muralla (alas) hacia la fortificación principal, pero sin llegar a tomar contacto con ella. Los revellines están diseñados para proteger lienzos de murallas y están formados por dos caras (y normalmente por dos flancos). Función similar realizan las medias lunas, caracterizadas por carecer de flancos y poseer hacia la Plaza un terraplén de desarrollo curvo.
Los caminos cubiertos constan de un estrecho terraplén que recorre la parte más alejada de las fortificaciones exteriores, limitado hacia la plaza por un foso y hacia la campaña por un parapeto de fusilería que se apoya en el glacis. Está generalmente interrumpido (al menos parcialmente) por traveses (montículos de tierra que impiden la enfilada de los disparos enemigos) y por pequeñas plazas de armas.
El glacis es una ligera pendiente descendente que, partiendo del parapeto del camino cubierto, se extiende hacia la campaña. Era fundamental que permaneciese libre de obstáculos, con el objeto de que el enemigo quedara siempre al descubierto y los disparos de los defensores pudieran rechazar incialmente cualquier aproximación.
Era frecuente que las plazas fuertes poseyeran un recinto poderosamente fortificado de uso exclusivamente militar denominado ciudadela, destinado a servir de último reducto a las tropas defensoras o para controlar a la propia población civil en momentos turbulentos. Habitualmente adoptaban forma pentagonal (como es el caso de la espléndida ciudadela de Pamplona), aunque las había también de forma irregular, como era el caso de la de Donostia, plaza fuerte en la que las fortificaciones del monte Urgull cumplían informalmente con tal función.