Las fortificaciones construidas en Gipuzkoa durante la I Guerra carlista (1832-1839) pertenecieron a las denominadas de campaña (o provisionales). Ocuparon gran número de colinas que dominaban las principales poblaciones y vías de comunicación, recibiendo en función de sus características las denominaciones de fuertes, baterías, reductos y casas fuertes. A ellas sería preciso añadir gran cantidad de trincheras y otras fortificaciones menores.
Constaban por regla general de un foso, cuyas tierras eran aprovechadas para constituir un parapeto en forma de polígono irregular en el que se abrían entre dos y cinco cañoneras provistas de sus correspondientes explanadas para la colocación de piezas de artillería (entre una y tres).
Hacia el centro de la fortificación se levantaban generalmente dos edificios. El mayor permitía el acuartelamiento de la tropa aprovechando en muchos casos edificaciones preexistentes. El otro, mucho más pequeño, albergaba las municiones. Un puente de madera, generalmente levadizo, permitía el acceso a la fortificación salvando el foso.
Diversos núcleos urbanos fueron fortificados y en algunos se levantaron fuertes avanzados y otras obras de fortificación. Es el caso, por ejemplo, de Hernani (fuertes de Daoiz, Tolosa, Santa Bárbara, Yarzagaña, los Arcos, Iribarren, Aramburu, Oriamendi y O'Donell) e Irun (fuertes del Parque, Conrad, Mendibil y Evans) o, en el bando carlista, Andoain (reducto de la Cruz y fuertes del Rey, de los Dolores y de Zumalacárregui).
San Sebastián disponía aún de su sistema defensivo abaluartado cuando en 1833 comenzó la Guerra. Por ello no hicieron falta grandes inversiones económicas en la fortificación del núcleo urbano propiamente dicho. Sin embargo fue preciso levantar en sus proximidades y en las del puerto de Pasajes una veintena de fortificaciones. Entre otras pueden citarse, los fuertes de La Farola, Lugaritz, Molino de Viento, Puio, Katxola, Ametzagaña, Cristina, de la Reina, San Martín, Alza y Lord Jhon Hay; las baterías de Aranjuez, Torres, Bordandia e Inglesa y los reductos de Ametza, Rodil, San Francisco, Jáuregui, Isabel, San Antonio y Morales.
Tras la finalización de la Guerra una Real Orden obligó a su destrucción, razón por la que prácticamente no han llegado sus restos hasta nuestros días.