Desde su aparición en 1830, hasta mediados del siglo XX, la locomotora de vapor fue la reina indiscutible de la tracción ferroviaria. Durante su largo reinado su evolución técnica fue limitada, ya que aunque cada vez se construían máquinas más potentes, veloces y pesadas, se mantuvieron invariables los principios básicos establecidos por George Sthepenson en la "Rocket", que en 1.830 resultó vencedora en el concurso organizado por el ferrocarril de Liverpool a Manchester, primero del mundo servido exclusivamente por locomotoras de vapor.
El corazón de la locomotora es su caldera, en la que gracias a la combustión del carbón, aunque también se pueden utilizar otros materiales como la madera y el petróleo (en Brasil, por ejemplo, se llegó a quemar café y en Cuba, en la actualidad, continúa utilizándose la caña de azúcar), se calienta el agua hasta convertirla en vapor. La fuerza expansiva del vapor acciona los cilindros que a su vez impulsan las ruedas mediante bielas y manivelas. La locomotora se completa con los correspondientes depósitos de agua y carbón, denominados ténder, además de todos los accesorios necesarios para el servicio.
El rendimiento energético de la locomotora de vapor era muy reducido, a penas se aprovechaba un 8% del poder calorífico del combustible consumido, por lo que alguna voz autorizada llegó a calificarlas como unas extragavantes devoradoras de carbón. Sus hermanas diesel o eléctricas son mucho más eficientes, sin embargo, las de vapor eran más sencillas de mantener dada su gran simplicidad, lo que les permitió sobrevivir en Europa hasta los años setenta. En 1983 todavía funcionaban algunas locomotoras de este tipo en las instalaciones de Altos Hornos de Vizcaya de Sestao. En la actualidad son numerosos los ejemplares que aún se encuentran en activo en países como China, India o Sudáfrica, donde el carbón es abundante y la mano de obra barata.
Inseparable de la locomotora de vapor era la llamada "pareja" formada por el maquinista y fogonero. Su vida estaba íntimamente ligada a su maquina, ya que cada pareja tenía asignada su propia locomotora. Cuando ambos descansaban la locomotora se retiraba al depósito, mientras que cuando disfrutaban de sus merecidas vacaciones la locomotora recibía una cura de rejuvenecimiento en los talleres principales. Así era normal que muchos maquinistas, con sus familias, disfrutasen sus vacaciones en Valladolid, no por los atractivos turísticos de la capital castellana, sino porque en ella se encontraban los talleres generales de la Compañía del Norte.
El trabajo de maquinista y sobre todo el del fogonero era duro y penoso. La jornada laboral podía prolongarse durante doce, catorce, o más horas, dependiendo del servicio. En ese tiempo, el fogonero debía alimentar constantemente el insaciable hogar de la máquina, que podía llegar a consumir más de diez toneladas de carbón en una jornada, siempre y cuando el combustible fuera de buena calidad, ya que en caso contrario, el trbabajo se complicaba al ser necesario remover constantemente el fuego. Tampoco había ocasión de tomar un respiro en las paradas ya que era necesario repostar agua, engrasar ruedas y bielas y sacar brillo a los metales de la locomotora.
Se puede afirmar que la "pareja" vivía con su locomotora. Frecuentemente se veían obligados a comer sobre la marcha, y pronto el ingenio de los ferroviarios descubrió nuevas formas de cocinar. Tras limpiar la pala del fogonero, ésta se convertía en improvisada sartén donde freír unos huevos con chorizo al calor del hogar. Más sofisticadas eran las llamadas "pucheras" ferroviarias, cacerolas metálicas, envueltas en una doble cámara que se calentaba con vapor de la propia caldera. Este sistema resultaba ideal para preparar todo tipo de cocidos, y según muchos maquinistas, el traqueteo de la locomotora es el mejor sistema para engordar cualquier salsa. En la actualidad, la tradición de las "pucheras" se mantiene en localidades de gran raigambre ferroviaria como Balmaseda, Mataporquera o Cistierna, antiguos centros neurálgicos del ferrocarril de La Robla, organizándose anualmente divertidos concursos gastronómicos en los que se vuelven a elborar las recetas de los antiguos ferroviarios.
Las locomotoras de vapor nunca fueron buenas trepadoras, siendo notoria su tendencia a patinar las ruedas a la más ligera dificultad. Trayectos como la rampa existente entre Beasain y Otzaurte, obligaban a recurrir a la doble tracción (dos locomotoras en cabeza) añadiendo una tercera locomotora en cola. En algunas ocasiones, las locomotoras podían patinar en el interior de alguno de los largos túneles que jalonan el trayecto, llegando los maquinistas a perder el sentido de la orientación entre la oscuridad y el denso humo. Entonces se recurría a palpar las paredes del túnel con la pala o una escoba a fin de cerciorarse de que el tren proseguía con su penoso avance o por el contrario retrocedía cuesta abajo. En más de una ocasión, maquinistas y fogoneros sufrieron síntomas de asfixia en esta atmósfera cerrada e irrespirable, principalmente los responsables de la máquina de cola, a los que les tocaba tragar los humos de las tres locomotoras.
La electrificación de esta línea en 1.929, supuso para los maquinistas de la época una revolución mayor que la que hoy en día puede suponer la Alta Velocidad. Se acabaron no sólo los humos y la suciedad, sino también las duras condiciones de vida que suponía trabajar con el vapor. En 1.956, con la desaparición del Ferrocarril del Bidasoa, desaparecía en Gipuzkoa el último ferrocarril servido por locomotoras de vapor, aunque hasta los años sesenta todavía se mantuvieron algunas en activo efectuando maniobras en las estaciones de Irún, Donostia y Zumárraga.
Pero la era del vapor no ha muerto definitivamente. Todavía hoy es posible revivir esta época en el Museo Vasco del Ferrocarril en Azpeitia, donde se conservan en perfecto estado de funcionamiento locomotoras de vapor ya centenarias.