Metida en el corazón mismo de Gipuzkoa, rodeada de montañas donde la mitología vasca y las leyendas reinan todavía, Santa Marina de Argisain conserva en su pequeñez toda su personalidad. Por encima de la venta de Santutxo asoma el macizo de Ernio con sus cruces de hierro, igual que si se tratara de una misteriosa necrópolis.
Sobre el valle del Oria, la silueta del monte Aldaba esconde entre pinares los restos de la que dicen es una fortaleza anterior a los tiempos del imperio romano. Frente por frente, en las laderas de Erniozabal, el picacho de Mendikute sostiene los últimos restos de ese castillo que dominaba uno de los caminos más antiguos del Goyerri hacia los puertos de la costa guipuzcoana. En la otra vertiente, mostrando su gran cara de caliza, la peña de Murumendi, el más famoso santuario de nuestro mundo mitológico, se encrespa por encima del boscaje de los cuchillares de Urkia.
La encrucijada clave para dirigirse a Argisain es la venta de Santutxo. Todavía en la fachada de esa casona existe un nicho que guarda una imagen de Santa Ana. Me contaron que hubo una ermita de Santa Ana en el camino de Santutxo hacia Santa Marina de Argisain, precisamente en el lugar conocido por Burnikurutzeta. En cierta ocasión me narraron que se decía que la imagen de Santa Ana (procedente de esa vieja ermita desaparecida) se halla ahora en la sacristía de la iglesia parroquial de Albiztur.
Santa Marina de Argisain asoma inesperadamente tras una revuelta de la ruta asfaltada. Su torre picuda emerge entre tres o cuatro caseríos sujetos por el nervio del entramado de madera, mientras alguno de ellos muestra también en su tejado el dibujo de una cruz realizado con teja más clara, para sentirse defendido del rayo, el enemigo secular de nuestras casas de la montaña. En la lejanía, Aralar, teñida de azul, entre brumas, mira a la aldea.
En la plaza chiquita de Argisain, el caserío Santamaña-aundi muestra sus ventanas góticas partidas y cegadas. A su lado, la vieja portada de dovelas, tapiada y blanca de cal. A eso ha quedado reducida la casa que en la antigüedad fue Hospital de Peregrinos hacia Santiago de Compostela, los caminantes de la misteriosa ruta iniciática que culminaba en el Finisterre, el final del mundo entonces conocido.
Un atrio cerrado da paso al interior del templo. Es una parroquia pequeña, de una nave, con gran sabor popular, sin mixtificaciones. A un lado, la hermosa pila bautismal. Unas recientes obras de restauración han dejado a la vista un extraordinario entramado de madera. El ábside conserva la bóveda de crucería. En el retablo principal la imagen gótica de Santa Marina, llevando un libro abierto en la mano izquierda, mientras en la otra sujeta una cadena con la que tiene cogido a un dragón, recordando así la leyenda en la que se confuden Santa Marina de Antioquía y Santa Marina de Galicia.
La advocación de esta iglesia ya indica que este pueblo fue un antiguo lugar de paso. La portada románica de la parroquia confirma que esta aldea existía ya en el siglo XII. El Hospital antes citado habla de la marcha de los romeros. La calzada musita el recuerdo de las rutas primitivas de estas montañas. Eran los caminos más antiguos, los que iban altos por los cordales, marchando al encuentro del oscuro paso de Sandrati, en el macizo de Aizkorri ...