Abaltzisketa ha sido siempre uno de los pueblos que mayor sensación de soledad me ha producido, sobre todo en invierno, cuando la lluvia matiza de gris el paisaje. Cuando la caliza de Txindoki parece más oscura salpicada de pequeños neveros. Cuando las altas praderas han quedado desiertas, y los rebaños descienden hasta los pastos de los valles para invernar, cumpliendo así un ciclo de milenios.
Pues bien, no lejos de la villa de Abaltzisketa, en la ladera septentrional de Aralar, se encuentra la pequeña barriada de Larraitz. No, Larraitz ni es pueblo, ni es aldea, ni siquiera lugar. Es sólo un conjunto de tres o cuatro caseríos y una ermita, construidos en medio de las praderas que se forman en lo alto de las cuencas de las regatas del Amezketa, el Baliarrain y el Zaldibia.
En la primavera, a primeros de junio, los rebaños de los pastores emprendían la ruta de la sierra, dejando oír el sonido seco de las dumbas por las barranqueras de Urzabal. Las ovejas permanecían en las majadas de estío hasta comienzos del mes de octubre, antes de que las primeras nieves blanquearan las cimas de la Malloa. Para la llegada de los fríos otoñales, los ganaderos descendían con las ovejas en dirección a los pueblos de Kostaldea, iniciándose de este modo la hora de la trashumancia, el seguir los viejos caminos milenarios que se van perdiendo cada día un poco más entre la zarza y la argona.
La talla de Nuestra Señora de Larraitz es de traza gótica, y sostiene al Niño con su brazo izquierdo. La figura puede pertenecer al siglo XIII. Lo que sabe muy poca gente es que esta imagen fue hallada en la torre de la iglesia parroquial de la villa de Goiatz. Destrozada por el abandono, fue restaurada en San Sebastián-Donostia en el taller de Rocandio, y sería de ahí de donde pasó al santuario de Larraitz. Ello supuso que la primitiva Andra Mari, la que se había venerado en la iglesuela, fuera llevada a la parroquia de Abaltzisketa, donde se guarda en un altar lateral.
En su origen, esta ermita de Larraitz no debe llevarse muchos años con la que con la misma advocación existía en San Martín de Atáun, en Iturrisaindu, obra de principios del siglo XVII. Larraitz no es un templo excepcional. En realidad encaja perfectamente en el paisaje extraordinario donde está emplazada. Contemplar en la lejanía el santuario de Larraitz, las tres ventas que la rodean, los caseríos que se dispersan en las lomas al pie de Neskarri, y dominando todo el conjunto admirar el picacho de Txindoki, hace que nos hallemos ante uno de los parajes más espectaculares de la montaña vasca.
Dicen los pastores que si cae kaskabarra antes de San Miguel (29 de septiembre) el invierno será duro. Es en esos días de tempestad cuando se ve marchar por los cielos a la figura de Mari, la diosa madre de la mitología vasca. Dicen que toma la forma de una hoz de fuego, y cruza rugiente el firmamento viniendo desde la peña de Murumendi hasta la cueva de Txindoki. Dicen que en las tardes de bonanza se le suele ver a la puerta de la caverna alisando su larga cabellera dorada con un peine de oro...
En esos días hay que hacer caso a los dioses, y buscar el refugio de la venta de Abaltzisketa, sentándose al calor de la lumbre de su chimenea, y untar el pan en huevos fritos, mientras el vino de Rioja Alavesa chispea ante las llamas como un rubí...